El llamado «Caso Cerdán», que salpica directamente al todavía secretario de Organización del PSOE, Santos Cerdán, y a figuras clave de la trama Koldo, no es una anécdota ni un accidente político. Es la expresión más evidente del agotamiento moral y estructural del régimen del 78, un sistema que se dice democrático pero que, en realidad, funciona como correa de transmisión de los intereses de las élites económicas a través de partidos vacíos, instituciones colonizadas y medios de comunicación entregados al espectáculo.
Lo que se ha destapado en los últimos meses —sobornos, contratos públicos amañados, favores personales en nombre de «la gestión de lo público»— no es una excepción. Es la norma. Cerdán no es la manzana podrida. Es el cesto. O, mejor dicho, es un fruto más de un árbol enfermo: la democracia liberal.
Un sistema basado en la apariencia
Durante décadas se nos ha dicho que vivimos en una democracia avanzada, homologable a las grandes democracias occidentales. Pero ¿qué clase de democracia es esta donde los partidos que se autodenominan “socialistas” se convierten en intermediarios de comisiones, tráfico de influencias y privatización encubierta? ¿Dónde las decisiones que afectan a millones se toman en reservados de restaurantes y habitaciones de hotel con sobres, favores y contratos públicos de por medio?
La democracia liberal, en su forma española, no es más que una escenografía donde el pueblo vota cada cuatro años a listas cerradas, para que luego el gobierno de turno —rojo, azul o morado— siga obedeciendo al capital, al IBEX-35, a las puertas giratorias y a los intereses de las oligarquías económicas. ¿Dónde está la soberanía popular? ¿Dónde la planificación democrática de la economía? ¿Dónde el poder de las trabajadoras y los trabajadores para decidir sobre lo que producen, consumen o necesitan?
Santos Cerdán: el peón útil de un modelo corrupto
Santos Cerdán no es más que el operario de un engranaje diseñado para corromper lo público desde dentro. No hablamos de un caso aislado, sino de un entramado perfectamente normalizado en los partidos del régimen. Lo mismo sucedió con los ERE del PSOE andaluz, con el caso Gürtel del PP o con la Operación Púnica que salpicó a buena parte del Corredor del Henares.
Todos estos escándalos tienen algo en común: la utilización del Estado para el beneficio privado. La maquinaria del poder político se pone al servicio de empresas que hacen negocio con lo que debería ser un derecho —la sanidad, el transporte, las infraestructuras, incluso las mascarillas durante una pandemia—, y a cambio los políticos reciben sobornos, sueldos, favores, ascensos. Esto no es democracia. Es una forma de cleptocracia legitimada por las urnas.
Cerdán, como tantos otros, hizo carrera política dentro de un partido que hace tiempo que perdió cualquier vínculo con el socialismo. El PSOE actual es un gestor de la mercancía, un administrador de la desigualdad. Cuando un secretario de Organización negocia contratos millonarios con empresarios a los que luego se premia con cargos o beneficios fiscales, lo que hay detrás no es descontrol: es la lógica del sistema. Un sistema que permite que eso ocurra porque necesita que ocurra.
El capital no necesita democracia, necesita estabilidad
El escándalo de Cerdán no ha generado una crisis de Estado. No ha caído el gobierno. No se han tomado medidas ejemplares. Al contrario: se le protege, se minimiza, se trata como un “error de gestión” o una cuestión de “responsabilidades personales”. Los grandes medios se centran en el espectáculo de la dimisión o en la rivalidad interna del PSOE, pero nunca abordan el problema estructural: el vínculo entre capital y Estado.
Y no lo hacen porque en el fondo lo entienden. El capital no necesita una democracia participativa, ni una ciudadanía crítica, ni una soberanía popular real. Lo que necesita es estabilidad institucional, seguridad jurídica para sus inversiones y gobiernos dóciles que, tras maquillajes de progresismo, garanticen que nada cambie. De ahí que las grandes empresas financien campañas, coloquen a exministros en sus consejos y dominen la agenda pública a través de los medios que poseen.
La democracia burguesa: una jaula con barrotes de oro
Desde una perspectiva marxista, lo que estamos viendo es el agotamiento histórico de la forma parlamentaria de dominación de clase. Las instituciones democráticas liberales nacieron para dar una apariencia de consenso y participación al dominio de la burguesía sobre la clase trabajadora. Permitieron avances, sí, pero siempre dentro de los márgenes que garantizaban la reproducción del capital.
Hoy esos márgenes se estrechan. El sistema ya ni siquiera se esfuerza en ocultar sus costuras. Las grandes decisiones no se toman en el Congreso, sino en los despachos de BlackRock, en las mesas de negociación con las eléctricas, en los acuerdos secretos con la OTAN. La democracia liberal se ha convertido en una caricatura de sí misma: elecciones cada cuatro años, medios al servicio del poder, corrupción sistémica, políticas neoliberales envueltas en discursos vacíos.
El Caso Cerdán es solo el síntoma más reciente de esa podredumbre. Y vendrán más. No es una cuestión de personas corruptas, sino de un sistema estructuralmente corruptor.
¿Qué alternativa?
La respuesta no puede ser la resignación ni el voto útil a supuestos partidos “progresistas” que terminan haciendo lo mismo que sus predecesores. Tampoco sirve confiar en regeneraciones internas o en pactos de transparencia. El problema es de raíz.
Necesitamos una alternativa política y social basada en el poder popular, en la planificación democrática de la economía, en la propiedad pública de los sectores estratégicos, en la participación directa de la clase trabajadora en las decisiones que afectan a su vida. Una república socialista donde el Estado deje de ser una máquina al servicio del capital y se convierta en instrumento para la emancipación.
Eso no se logra con reformas desde dentro del sistema, sino con organización, conciencia y ruptura. Ruptura con la lógica del beneficio, con la impunidad de las élites, con la sumisión a los intereses extranjeros y con los partidos que traicionan cada principio que dicen defender.