La idea de que Eurovisión pueda erigirse como un espacio puramente musical, desprovisto de toda dimensión política, se revela como una falacia insostenible cuando uno de los participantes es un Estado acusado de genocidio. En la edición de 2025 celebrada en Basilea, esa pretensión de “neutralidad cultural” ha servido para blanquear la participación de Israel, cuyas operaciones militares en Gaza han causado el asesinato de al menos 53 339 palestinos y 121 034 heridos desde octubre de 2023, según datos del Ministerio de Salud de Gaza. Permitir que esa delegación compita sin más reproche que su valía artística implica silenciar la complicidad de todo el certamen con un régimen que despliega tanques y bombardeos contra población civil.
La Unión Europea de Radiodifusión (UER) insiste en que el concurso debe mantenerse “no político” y ha endurecido sus normas para prohibir cualquier manifestación de carácter político dentro del recinto —tanto artistas como personal deben ceñirse a la neutralidad total. Pero impedir la exhibición de pancartas o consignas no elimina la agenda propagandística que subyace. Cuando Israel despliega sobre el escenario luces, efectos visuales y mensajes de “esperanza” mientras su población civil sufre un cerco indiscriminado, estamos ante un ejercicio de soft power: la cultura funciona como cortina de humo para desviar la atención de las expulsiones forzosas, los desplazamientos masivos y la demolición de colegios y hospitales.
Esta insistencia en la neutralidad formal se convierte en una coartada peligrosa para los medios públicos europeos que, como RTVE, financian nuestra propia candidatura y participan activamente en el reparto de puntos. ¿Cómo puede España ignorar que las resoluciones de la ONU han condenado una y otra vez las violaciones del derecho internacional por parte de Israel, mientras exalta su número uno en el televoto? Tras décadas de señalamiento a regímenes autoritarios a través de boicots culturales, mantener la ficción de que la música es ajena a la moralidad es una traición a los principios de solidaridad internacionalista que la izquierda socialista defiende.
En las gradas y en las calles que rodean el recinto, las protestas han vuelto a aflorar con fuerza. Grupos de activistas ondeaban banderas palestinas y corearon consignas contra el genocidio, conscientes de que el silencio oficial sobre el conflicto es una forma de complicidad. El hostigamiento a quienes intentan visibilizar la violencia demuestra, además, que la UER prefiere proteger la imagen de un festival “imparcial” antes que garantizar el derecho a la libre expresión. Esa contradicción, entre la prohibición en el escenario y la permisividad en los márgenes, evidencia que la neutralidad es tan solo un velo para mantener intactos los lazos diplomáticos y los acuerdos comerciales.
La izquierda socialista no puede permanecer al margen de esta disputa cultural. Es imprescindible reconocer que la verdadera neutralidad no consiste en renunciar a pronunciarse; al contrario, exige distinguir con claridad entre la cultura emancipadora y la cultura al servicio del poder. Desde hace años, movimientos de Boicot, Desinversiones y Sanciones (BDS) han articulado una estrategia de presión que apunta directamente a las instituciones estatales y a las empresas que financian la maquinaria de ocupación. No se trata de coartar la libertad de los creadores, sino de deslegitimar el uso de la cultura como instrumento de propaganda estatal.
Al mismo tiempo, debemos amplificar las voces disidentes dentro de Israel y en los territorios ocupados, aquellas que, a riesgo de represión, denuncian el genocidio y claman por una paz justa. Músicas y músicos solidarios con Palestina merecen el mismo espacio mediático que las producciones millonarias del aparato oficial. Su valentía demuestra que la cultura es también un acto de resistencia y de construcción de puentes entre los pueblos oprimidos.
La responsabilidad ética no puede limitarse al activismo de base: las emisoras públicas europeas deben revisar urgentemente sus criterios de voto y selección. No basta con invocar la neutralidad en Eurovisión para conceder doce puntos a quienes bombardean escuelas; las decisiones del televoto deben incorporar una dimensión de derechos humanos que refleje los compromisos internacionales de nuestros países. Un observatorio independiente, integrado por expertos en justicia internacional y representantes de movimientos sociales, podría asesorar a las cadenas para que su participación en Eurovisión no se traduzca en un aval a la impunidad.
Porque, al apagar los focos y terminar los aplausos, lo que permanezca no será la euforia de un estribillo pegadizo, sino la huella de la injusticia —o la conciencia colectiva de haberla denunciado. Si la música no se compromete con la verdad, se convierte en un mero entretenimiento vacío de contenido político y social. La falacia de la neutralidad cultural debe caer para que Eurovisión recupere su potencia original: un espacio de encuentro de diversidades que, lejos de silenciar la opresión, la revele y la combata.
Solo así, desde una izquierda verdaderamente internacionalista y solidaria, podremos aspirar a que Eurovisión sea un verdadero festival de la fraternidad de los pueblos, en el que la cultura se transforme en un arma de denuncia y no en un escudo para los agresores. La neutralidad no puede triunfar cuando el precio de guardarla es el silencio ante un genocidio. La música, para ser justa, debe alzar la voz.