La secuencia es tristemente conocida: una agresión —real o magnificada— es seguida de una ola de indignación que rápidamente se convierte en odio racial. Luego vienen las cacerías organizadas, los ataques a viviendas de migrantes, las justificaciones burdas (“la gente está harta”) y, por último, el silencio institucional o la complicidad directa de partidos y medios que, en lugar de calmar los ánimos, azuzan el fuego. Esta vez ha ocurrido en Torre Pacheco, Murcia, pero podría ser cualquier otro rincón del Estado español donde el fascismo se agazapa en el malestar y se alimenta del miedo.
Las imágenes de jóvenes encapuchados gritando “vamos a cazar moros” en grupos de Telegram, armándose con palos, cuchillos y cócteles molotov para atacar comercios y casas de personas magrebíes, no deberían dejarnos indiferentes. Tampoco el silencio mediático inicial, ni la tibieza de las autoridades, ni mucho menos la retórica encendida de líderes políticos como José Ángel Antelo, de Vox, que prefieren señalar al extranjero antes que reconocer la raíz social del problema.
En una comarca agrícola como la del Campo de Cartagena, donde el campo ha sido sostenido durante décadas por manos migrantes, mayoritariamente marroquíes, estos ataques no pueden entenderse como un simple estallido espontáneo de violencia. Hay que mirar más allá: lo que está ocurriendo es la manifestación brutal de una estrategia perfectamente funcional al poder. Una estrategia que consiste en desviar la rabia popular del verdadero enemigo —el capital— hacia el otro pobre, el otro trabajador, el otro de piel morena y religión musulmana.
El racismo como herramienta de dominación
El racismo y la islamofobia no son errores del sistema; son piezas fundamentales del engranaje que permite su reproducción. No hay que remontarse muy lejos para recordar cómo, en las crisis económicas, el capitalismo recurre sistemáticamente al chivo expiatorio extranjero. Cuando las condiciones de vida empeoran, cuando los salarios bajan, cuando la vivienda se encarece y los servicios públicos colapsan, se nos dice que la culpa es del inmigrante. Nunca del empresario que contrata en negro. Nunca del terrateniente que paga sueldos de miseria. Nunca del gobierno que privatiza y recorta.
En Torre Pacheco, como en tantas otras zonas rurales y empobrecidas del país, la economía se sostiene gracias a la explotación sistemática de migrantes. Jornadas interminables en el campo, sueldos indignos, viviendas precarias y condiciones laborales cercanas a la esclavitud. A cambio, invisibilización y desprecio. Y cuando ocurre un conflicto o una agresión —como la sufrida por un vecino mayor hace unos días—, no se analiza desde la realidad social ni se espera a la investigación: se aprovecha para desatar una orgía de odio racial.
Hay una lógica profundamente clasista en esta dinámica. No se lincha a un jeque saudí con casa en Marbella ni a los hijos de diplomáticos que estudian en colegios privados. El racismo no va contra «los musulmanes» como abstracción; va contra el jornalero, el mantero, la madre migrante que limpia escaleras o atiende a personas mayores. Es decir, contra quienes comparten más con la clase trabajadora autóctona que con las élites de este país. El racismo sirve, precisamente, para evitar que esas alianzas de clase se construyan.
El fascismo, siempre al acecho
Lo de Torre Pacheco no ha sido una simple “protesta vecinal”, como algunos titulares han querido presentar. Ha sido un estallido fascista, con organización previa, con discursos de odio explícito, con violencia callejera y con una impunidad alarmante. Las redes sociales y los canales de mensajería se han llenado de mensajes que llaman a la limpieza étnica, al exterminio de “moros” y a la recuperación de “España para los españoles”. Y, sin embargo, ni los grandes partidos ni las instituciones han respondido con la contundencia que merece esta amenaza.
Mientras tanto, la izquierda institucional guarda silencio o se limita a lamentar “la escalada de tensión”. Pero no basta con condenar los hechos: hay que nombrarlos por lo que son. Estamos ante una ofensiva fascista en el corazón del campo español, y si no se detiene ahora, crecerá. No es casual que Vox haya convertido a la inmigración en el centro de su propaganda. Lo saben bien: el odio racial da réditos políticos y mantiene intacto el orden económico. Al fin y al cabo, ¿quién va a cuestionar la propiedad de la tierra o la acumulación capitalista si todos estamos ocupados peleándonos entre pobres?
Por una respuesta de clase, antirracista e internacionalista
Frente a esta barbarie, no caben las medias tintas. Hay que responder organizadamente desde el antirracismo y el internacionalismo proletario. Porque, aunque a algunos les pese, la clase obrera en España hoy es diversa, mestiza, multicolor y, sí, musulmana. No hay revolución posible sin los migrantes, sin los jornaleros marroquíes, sin las mujeres senegalesas que cuidan a nuestras abuelas, sin los jóvenes argelinos que malviven entre papeles precarios y contratos trampa.
La lucha contra el racismo no puede limitarse a gestos simbólicos o campañas de sensibilización. Debe ser una lucha política central, ligada a la defensa de los derechos laborales, a la mejora de las condiciones de vida en los barrios obreros y a la confrontación directa con los discursos de odio. Y, sobre todo, debe poner en el centro la voz de los propios migrantes. No como víctimas pasivas, sino como sujetos políticos que ya están organizándose en sindicatos, asociaciones y colectivos de barrio.
No olvidemos que el fascismo no se combate solo con denuncias. Se combate con organización, con solidaridad activa, con presencia en las calles y con confrontación ideológica. La izquierda debe dejar de mirar hacia otro lado y asumir que el antirracismo no es una cuestión identitaria, sino una cuestión de clase. Y que, sin él, estamos condenados a repetir el ciclo de violencia y división que el capital necesita para sobrevivir.